sábado, 9 de febrero de 2013

ÍNDICE DE LA UTOPÍA DE JESÚS.

Como sembrador del Evangelio, Juan Mateos ha ido dejando caer su semilla a lo largo de los últimos cuatro años en diversos foros de reflexión teológica del territorio español.

La utopía de Jesús reúne el texto de seis conferencias pronunciadas por el autor que, por haberse editado en publicaciones muy diversas, resultan de difícil acceso.


Dejamos aquí la primera:

LA UTOPÍA DE JESÚS.

ÍNDICE.


















VII. CONCLUSIÓN. EL DIOS-AMOR.


La actividad y el mensaje de Jesús son la consecuencia de su experiencia de Dios como amor. Es lo que expresa la denominación «el Padre», que designa al que, por amor, comunica a los hombres su propia vida.
Si el Padre es amor sin límites al hombre, no puede tolerar que éste sufra, sea oprimido o se vea impedido de alcanzar la plenitud a la que está destinado. De la realidad del Dios-amor se deriva su oposición a la injusticia, la actividad de Jesús en favor de los débiles e incluso su aceptación de la muerte con objeto de llevar a cabo su obra liberadora.

Por eso, la actividad de Jesús se dirige particularmente a los más necesitados, a los marginados por motivos religiosos o sociales. Ella descubre las grandes esclavitudes que impiden el desarrollo del hombre y permiten su manipulación y explotación; son las ideologías religiosas y nacionalistas las que favorecen la marginación e impiden el amor y la fraternidad universal.

Pero, al mismo tiempo, la experiencia del Dios-amor impide cualquier actividad inspirada en el odio o que procure el daño de otros; de ahí la diferencia entre los episodios de liberación que aparecen en el Antiguo Testamento y la liberación que propone Jesús: quien ama está dispuesto a dar la vida, no a quitarla, ni siquiera para salvar la propia (8).

(8). Para el Dios-amor, ase J. Mateos - F. Camacho, El horizonte humano. La propuesta de Jesús, El Almendro, Córdoba 1988, cap 5.", «El Dios de Jesús». 

VI. ÉXITO DE LA UTOPÍA. LA VICTORIA SOBRE LA MUERTE.


La resurrección de Jesús significa su victoria sobre la muerte. El término «resurrección» pertenece a la tradición farisea y, en el evangelio de Marcos, Jesús lo usa exclusivamente ante oyentes judíos. Para los hombres en general habla de «salvar la vida», en el sentido de obtener una vida que supera la muerte (Mc 8,35: «El que pierda su vida por causa mía y de la buena noticia, la pondrá a salvo»).

En el NT, el término «resurrección» se usa muchas veces con sentido polémico. De hecho, a los ojos de todos, la postura del muerto es horizontal, y la «resurrección», que significa «levantarse de nuevo», indica la vuelta a la vida. Si Jesús fue condenado a muerte y ejecutado por los representantes del sistema religioso-político judío, se dice que «Dios lo resucitó de la muerte» (Hch 17,37; Rom 4,24) para subrayar que Dios da la razón a Jesús en contra del sistema religioso que pretendía tener autoridad divina. A los ojos de Dios, el condenado es el inocente; sus jueces son los culpables. No sólo eso; con la resurrección, Dios invalida la sentencia de muerte.

Sin embargo, dejando aparte la polémica propia de los primeros tiempos del cristianismo, una formulación teológica más apropiada que la de «resurrección» es la de «la vida que vence la muerte».

El fundamento de la vida que no muere está en la comunicación del Espíritu, fuerza de vida y amor de Dios mismo. Quien posee esa vida de calidad divina y practica el amor a los demás no puede morir. Es más, para él la muerte física no es más que un accidente inevitable, pero que no conlleva ninguna experiencia de destrucción (Jn 8,51: «Sí, os aseguro que quien cumpla mi mensaje no sabrá nunca lo que es morir»).

Esta vida definitiva asegura el éxito de la utopía de Jesús, que no será vencida por la muerte (cf. Mt 16,18: «y el poder de la muerte no la derrotará»). Así se expone en el evangelio de Juan, usando las categorías del éxodo-liberación. Jesús contrapone el fracaso del antiguo éxodo al éxito del nuevo (Jn 6,49: «vuestros padres comieron el maná en el desierto, pero murieron»; 6,51: «quien coma pan de éste vivirá para siempre»). Según el proyecto de Jesús, la humanidad debe ir alcanzando el máximo de su desarrollo y su felicidad en la etapa histórica, e ir pasando sucesivamente a la etapa final y definitiva del Reino, que, más allá de toda expectativa, coronará los logros de la existencia terrena. 

V. RELACIÓN CON LOS MOVIMIENTOS DE LA ÉPOCA. LOS ESENIOS.



El grupo de los esenios no se nombra en los evangelios. Constituían una secta fanática y exclusivista y se consideraban los únicos constituyentes del verdadero Israel. Habían roto por completo con la institución religiosa, pues consideraban ilegítimo el sumo sacerdocio existente. Vivían separados, en el desierto o en las ciudades; tenían sus propios ritos de iniciación y pronunciaban terribles juramentos de guardar secreto lo que concernía a la secta. Esperaban la llegada de un Ungido de Aarón, es decir, de un nuevo sumo sacerdote, y de un Ungido de David, es decir, el Mesías guerrero. Un conflicto final daría la victoria a los hijos de la luz sobre los de las tinieblas, que eran todos excepto ellos mismos. En la época de Jesús no estaban comprometidos ni social ni políticamente, pero en años posteriores, y en particular al acercarse la guerra contra Roma, fueron ganados por el espíritu zelota.

El dicho que aparece en Mt 5,43: «Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo», es típicamente esenio. Jesús lo desautoriza totalmente, mostrando que es contrario al ser del Dios verdadero.

Es instructivo poner en contraste el programa de Jesús con el de los fariseos, sus continuos adversarios. Frente a una Ley que programa la vida, Jesús da al hombre plena libertad. 

No se trata ya de obedecer a Dios, sino de ser como él (Mt 5,48), secundando el impulso del Espíritu que él comunica y que identifica' con él. Por otra parte, la fidelidad a Dios no se expresa con la observancia minuciosa de un código de preceptos, sino con el amor de obra a los demás. Este amor ha de ser universal, sin establecer discriminaciones (Mt 5,43-48). Este binomio, libertad y amor, caracteriza al seguidor de Jesús; expresa la libertad responsable, por la que el hombre, dueño de su propia vida, la entrega para el bien de los demás.

Un hecho notable es que nunca invita Jesús a un fariseo a ser discípulo suyo. El fariseo, esclavo de la Ley, no conoce ni desea la libertad, y absorto en su empeño de ser fiel a Dios, olvida la fidelidad a los hombres.
Es distinto el caso de los zelotas. En los tres evangelios sinópticos se nota expresamente que hay un zelota en el grupo de los Doce (Mt 10,4; Mc 3,18; Lc 6,15). Esta respuesta de los zelotas al anuncio del reinado de Dios se explica porque éstos eran sensibles a la injusticia social y querían ponerle remedio, aunque equivocadamente lo buscasen en la reforma violenta, dentro de un espíritu nacionalista exaltado. Fueron los causantes de la injusticia, como las clases dirigentes, y los indiferentes a ella, como los que seguían las doctrinas fariseas o esenias, los que no respondieron al mensaje de Jesús. 

V. RELACIÓN CON LOS MOVIMIENTOS DE LA ÉPOCA. LOS ZELOTAS.


Del movimiento fariseo derivó, por lo que parece, el grupo de los zelotas. También fanáticos de la Ley, no se conformaban con la inactividad de los fariseos; pensaban que había que colaborar en la llegada del Reino, tanto en la liberación del yugo extranjero como en la reforma de las instituciones. Nutrían así, por una parte, un odio Implacable contra el Invasor, y pensaban encontrar la solución en una sublevación armada que sería apoyada por Dios; respecto a la situación interior de la nación, eran muy sensibles a la injusticia social y propugnaban un reformismo violento, acusando a las autoridades de colaboracionismo con el poder romano. La situación de hambre y falta de trabajo que se padecía sobre todo en Galilea, donde predominaba el latifundio, hacía que encontrasen eco en las multitudes de miserables que carecían de medios para subsistir.
Naturalmente, tampoco los zelotas discutían la legitimidad de las instituciones ni la diferencia de clases dentro de la sociedad. Pretendían que mandasen «los buenos», los que coincidían con sus ideas.

En los últimos tiempos, varios autores han querido hacer de Jesús un zelota, pretendiendo leer entre líneas el relato evangélico. Esta pretensión contradice, sin embargo, todo lo que explícitamente han dejado escrito los evangelistas.

Para Jesús, el uso de la violencia no ofrece solución. Además de condenarla en la esfera individual (Mt 5,38-42; Lc 6,29s), tampoco la acepta como medio para instaurar la sociedad nueva. Esta no llegará a través del cambio de los cuadros dirigentes ni tampoco mediante el cambio de estructuras. La solución de los zelotas, basada en la lucha violenta por el cambio social, lleva al fracaso, pues si no cambian los hombres, la reforma caerá en los vicios del sistema anterior. Solamente la existencia de una nueva clase de hombre, el que ha renunciado a la ambición y a la revancha, permitirá la llegada de una sociedad justa. Usar los medios violentos del sistema significa compartir sus falsos valores. La nueva sociedad no puede basarse sobre la coacción, sino sobre la libertad de opción. El uso de la violencia muestra que aún no existe el hombre nuevo. Las soluciones no vienen de fuera adentro sino de dentro afuera. Jesús no pretende una reforma de las instituciones; las declara todas caducadas (Mc 2,22: «a vino nuevo, odres nuevos»), incluida la Ley (Mc 2,28). Toca a los hombres nuevos ir encontrando en cada época la organización social que exprese la nueva realidad y las nuevas relaciones humanas.

Numerosos son los pasajes de los evangelios donde se alude a la inutilidad de la violencia zelota y al rechazo que de ella hace Jesús. A veces, se le ofrece que acepte el papel de líder popular para llevar a cabo la empresa. Así lo propone Marcos en la sinagoga de Cafarnaún, donde el poseído por un espíritu inmundo, figura del secuaz fanático de una ideología, lo proclama «el Consagrado por Dios», esperando que, en vez de derribar la ideología nacionalista del sistema judío, la haga suya y se erija en liberador nacional (Mc 1,24). Las multitudes judías y paganas, marginadas y abandonadas, creen ver en él al líder esperado (Mc 3,11s).

Otras veces los evangelistas utilizan imágenes, sobre todo la del agua (éxodo violento de Moisés, con destrucción de los enemigos) y la del fuego (celo ardiente y violento de Elías contra la monarquía corrompida). Así, en el episodio del paralítico de Juan (Jn 5,1-18), la agitación del agua en la piscina representa la rebelión violenta que anhela el pueblo reducido a la impotencia (5,7). Jesús no secunda ese deseo, pero ofrece al hombre la fuerza y la libertad, rompiendo con la institución que lo sometía (5,8s) (6). La suegra de Pedro está en cama con fiebre (palabra cuya raíz en griego es «fuego»), y Jesús la cura; indica con ello Marcos el intento de Jesús de separar a Pedro de los círculos que fomentaban el espíritu reformista violento de Elías (Mc 1,29-31) (7). El niño endemoniado y epiléptico se veía forzado por el mal espíritu a tirarse al fuego o al agua (se unen aquí ambas figuras), lo que causaría su destrucción (Mc 9,22). La escena de Getsemaní, donde un discípulo saca el machete y ataca al siervo del sumo sacerdote (Mt 26,51), representante en la escena de la más alta jerarquía del judaísmo, expresa el espíritu reformista violento que poseía al grupo de discípulos. Jesús le ordena renunciar a la resistencia (Mt 26,52).

En cuanto a la otra característica de los zelotas, el odio a los romanos invasores y el deseo de revancha, nada más opuesto al espíritu de Jesús. El, que proclama y practica el amor y la fraternidad universal de hombres y pueblos, no puede querer la ruina de los romanos ni la venganza contra ellos (cf. Mt 8,5-13 par.). Por eso no arenga a la rebelión armada, sino que enseña el amor a los enemigos (Mt 5,44 par.). Para él, las naciones paganas son, como la judía, pueblos oprimidos por minorías dirigentes (Me 10,42). La labor de todos los que siguen a Jesús, también de los discípulos de origen judío, es ponerse al servicio de esos oprimidos de toda raza para rescatados de su esclavitud (Me 10,45). Tal es el sentido de la misión universal, propia de los grupos cristianos. 

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(6). Ibid., 270-271.

(7). Véase J. Mateos, "Los Doce" y otros seguidores de Jesús en el Evangelio de Marcos, Cristiandad, Madrid 1982, 215-216.

V. RELACIÓN CON LOS MOVIMIENTOS DE LA ÉPOCA. LOS FARISEOS.


De los movimientos que pueden llamarse utópicos, el primero y más importante era el de los fariseos, caracterizados por la rigurosa observancia de la Ley de Moisés. Ciertamente anhelaban la llegada del reinado de Dios, pero consideraban que este hecho se produciría por exclusiva acción divina. Su idea de la trascendencia divina, que excavaba un abismo entre Dios y el hombre, les impedía concebir que tocaba al hombre cooperar en la llegada del Reino. Para ellos, la única tarea del hombre era la minuciosa observancia de la Ley, pensando que esto aceleraría la acción exclusivamente divina. Ante los acuciantes problemas sociales de su tiempo, no tenían propuesta que hacer. Sólo recomendaban el estudio de la Ley, la piedad individual y la absoluta sumisión a Dios.

Puede caracterizarse esta tendencia como un espiritualismo devoto sin compromiso alguno con la realidad social. Aunque estaban en profundo desacuerdo con el sacerdocio dirigente, no habían roto con la institución religiosa; asistían al templo y al culto. Concebían el reinado de Dios como una restauración purificadora de las instituciones tradicionales. Por otra parte, un sector del movimiento fariseo, el grupo de los letrados, formaba parte del Consejo supremo o Sanedrín y, con ello, participaban en el poder político y religioso. Por su fama de santidad tenían, además, un enorme influjo sobre el pueblo, que respetaba a los letrados como a maestros.

En los evangelios, el enfrentamiento de Jesús con los fariseos y letrados es continuo. Jesús les echa en cara el ideal que se han propuesto, la perfecta observancia de la Ley, llevada con sus interpretaciones hasta el absurdo. Esta pretensión los lleva al engreimiento y a buscar una fama de santidad que les permita dominar y explotar al pueblo (Mt 6,2.5.16; Mc 12,38-40). Por otra parte, desemboca en muchos casos en la hipocresía (Mt 15,7; 23,25).

También denuncia Jesús su falta de compromiso: son ellos quienes filtran el mosquito y se tragan el camello, es decir, los que pagan religiosamente el diezmo del comino, pero se despreocupan de la justicia y del derecho (Mt 23 ,23).  

Desprecian al pueblo que no conoce la Ley ni puede dedicarse a una observancia tan absorbente (Jn 7,49); pero, además, Jesús denuncia que la ideología que propugnan, centrando al hombre en complacer a Dios por la minucia continua, le quita toda libertad e iniciativa, reduciéndolo a un estado de invalidez humana (Mc 3,1-7a).

El ideal fariseo de un reino de Dios fundado en la perfecta observancia de la Ley, impuesta por el Mesías-maestro, es el que Juan refuta en su evangelio en la escena de Nicodemo (Jn 3,1-12) (5). Para Jesús, no es la imposición externa  de normas  la que construye una sociedad nueva, sino la existencia del hombre nuevo, movido por el Espíritu (Jn 3,3). 

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(5). El Evangelio de Juan, 187-193.

V. RELACIÓN CON LOS MOVIMIENTOS DE LA ÉPOCA. LOS SADUCEOS.


La facción antiutópica por excelencia estaba constituida por el grupo saduceo, integrado por la clase pudiente, tanto civil como sacerdotal. Era la aristocracia de Israel y estaba formado por los miembros de las familias más ricas del país. Ellos dominaban por su número en el Gran Consejo o Sanedrín. La aristocracia sacerdotal administraba el templo. El sumo sacerdote primado era el jefe religioso y político de la nación; su persona era sagrada. Sin embargo, el influjo de la clase sacerdotal sobre el pueblo había disminuido mucho, pasando a los fariseos y letrados, quienes, a través de la institución sinagogal, estaban en estrecho contacto con el pueblo llano, al que transmitían, mediante la enseñanza, la tradición farisea. Respecto a la dominación romana, los saduceos habían llegado a un statu qua, a una especie de concordato tácito, por el que los romanos reconocían la autoridad del sumo sacerdote y del Gran Consejo en los asuntos internos, aunque con ciertas limitaciones, mientras los dirigentes procuraban evitar conflictos abiertos con el poder romano. De ahí que los movimientos populares los tacharan de colaboracionistas.

La actitud de Jesús con ellos es distante. Los saduceos, con otros dirigentes, se oponen a su enseñanza en el templo (Mc 11,17-18), y le tienden trampas para desacreditado (Mc 12,13-17 par.). Para Jesús, el pecado saduceo es el materialismo (Mc 12,18); no tienen más horizonte que el de esta vida y procuran gozar en ella de todo privilegio. Esa actitud tiene por causa su desconocimiento del verdadero Dios (Mc 12,24.27): tal es la condición de los jefes religiosos de Israel.

Son los saduceos, en particular los sumos sacerdotes, quienes exigen de Pilato la condena de Jesús (]n 19,15.21) y azuzan a la gente contra él (Mc 15,11). No les interesa la utopía ni el reino de Dios, que pondría en cuestión su hegemonía. Se conforman con la situación existente, que les asegura el poder. 

V. RELACIÓN CON LOS MIEMBROS DE LA ÉPOCA.

Usando la terminología de aquel tiempo, pueden llamarse movimientos utópicos judíos aquellos que esperaban la llegada del reinado de Dios sobre Israel. Entre ellos pueden distinguirse diversas tendencias. Existía también una facción antiutópica, el grupo saduceo. 

viernes, 8 de febrero de 2013

IV. LA PROCLAMA DEL REINO. LAS BIENAVENTURANZAS. FIDELIDAD Y PERSECUCIÓN.


La octava y última bienaventuranza enuncia la segunda condición para el Reino: la fidelidad a la opción inicial y a la labor que se desarrolla a partir de ella, desafiando la persecución de que la comunidad será objeto por parte de una sociedad que no tolera la emancipación de los oprimidos ni el trabajo en favor de ellos (Mt 5,10: «Dichosos los que viven perseguidos por su fidelidad»).

La fidelidad a la opción inicial, a pesar de la hostilidad que ésta provoca, expresa la coherencia de la conducta con dicha opción. Excluye, por tanto, todo lo que la desvirtúa y mantiene la plena ruptura con los fundamentos de cualquier sociedad injusta. Esa coherencia se vive dentro de un grupo que, por los valores que profesa, se opone diametralmente a la sociedad, y cuya existencia y actividad socava los principios sobre los que ésta se cimienta. Nada tiene de extraño que la sociedad reaccione con todos sus medios, incluida la violencia, e intente suprimir el estilo de vida que se deriva de la opción por la pobreza.

La persecución, manifiesta o solapada, la presión social, los intentos de marginación, no han de ser para el grupo cristiano motivo de angustia o desesperanza (“Dichosos ...”), porque en esa circunstancia experimentará de modo particularmente intenso la solicitud divina (“porque ésos tienen a Dios por Rey”), es decir, el amor y la fuerza del Espíritu, que es capaz de superar incluso la barrera de la muerte (Mt 5, 11s).
La reacción de la sociedad ante el trabajo de comunidades que se esfuerzan por ayudar al hombre y colaboran en la obtención de una felicidad que desmiente la falsa felicidad que ella propone, no puede ser más que de hostilidad y persecución. Se aprecia claramente la razón por  la que Mateo intercala las tres bienaventuranzas de liberación y las tres de acción entre la primera, que describe la opción inicial de la que derivan ambas realidades, y la octava, que supone la reacción de la sociedad injusta ante el nuevo fenómeno social.

Frente a la falsa felicidad que promete la sociedad injusta, cifrada en la riqueza, el rango social y el dominio sobre los demás la repetida proclamación que hace Jesús (“Dichosos ... “) muestra que la verdadera felicidad se encuentra en una sociedad justa que permita y garantice el pleno desarrollo humano. La sociedad injusta centra la felicidad en el egoísmo y el triunfo personal; la alternativa de Jesús, es el amor y la entrega. Mientras la primera, a costa de la infelicidad de muchos va creando la «felicidad» de una minoría, cerrada en sí misma e indiferente al sufrimiento de los demás, en la sociedad nueva el esfuerzo se concentra en eliminar toda opresión, marginación e injusticia, procurando la solidaridad, la fraternidad y la libertad de todos.         .' .

De este modo, Jesús invita a romper con el sistema injusto y a esforzarse por crear la nueva relación humana, sin la cual es imposible la relación auténtica con Dios. Jesús proclama «hijos de Dios» a los que procuran la felicidad de los hombres, mostrando así que Dios es incompatible con la opresión, el sometimiento y la injusticia. Por eso Jesús, presencia de Dios en la tierra, se pone de parte de los explotados y humillados por la sociedad; con esto se julega su prestigio; es evidente que los poderosos tomarán partido contra Jesús.  Pero también Dios mismo se juega su prestigio; el Dios verdadero no será aceptado por los opresores de la tierra o por los que están en su favor; éstos se buscarán otros dioses, compatibles con su ambición de poder. 

IV. LA PROCLAMA DEL REINO. LAS BIENAVENTURANZAS. LABOR DE LA COMUNIDAD.


Las bienaventuranzas quinta a séptima exponen las actitudes y objetivos que presiden el trabajo por la nueva humanidad. Son los rasgos propios de la comunidad de Jesús como consecuencia de su opción por la pobreza, que son, al mismo tiempo, rasgos de la humanidad nueva que a partir de ella se irá formando.

De hecho, después de abrir el horizonte de la liberación, las bienaventuranzas describen la labor de la comunidad, que crea a su vez la verdadera relación con Dios. La comunidad se caracteriza por la solidaridad activa (Mt 5,7: «Dichosos los que prestan ayuda»), por la sinceridad de conducta que nace de la ausencia de ambiciones y que permite un trabajo en el que no se busca para nada el propio interés (5,8: «Dichosos los limpios de corazón») y, finalmente, por la tarea crucial de procurar la felicidad de los hombres (5,9: «Dichosos los que trabajan por la paz»), que resume su misión en el mundo.

Esta tarea se corresponde con la saciedad de justicia expresada en la cuarta bienaventuranza: la labor de la comunidad nueva debe ser ayudar a crear un mundo justo en el que los hombres sean libres y felices.

Esta manera de ser y de comportarse establece con Dios una relación que se describe con tres rasgos: los que practican la solidaridad experimentarán la solidaridad de Dios con ellos (5,7: «porque ésos van a recibir ayuda»), los que son transparentes por su sinceridad experimentarán la presencia inmediata y continua de Dios en su vida (5,8: «porque ésos van a ver a Dios»), los que trabajan por la felicidad humana tendrán experiencia de Dios como Padre y lo harán presente en el mundo (5,9: «porque Dios los va a llamar hijos suyos»). 

IV. LA PROCLAMA DEL REINO. LAS BIENAVENTURANZAS. EFECTO LIBERADOR.


En las tres bienaventuranzas siguientes (segunda a cuarta) se describe el efecto que la existencia de grupos que hayan hecho esa opción tendrá en la humanidad pobre y oprimida. 

La existencia de una alternativa abre la posibilidad de solución e irá suscitando en la humanidad un movimiento liberador. En el nuevo tipo de relación humana, los oprimidos verán una esperanza y encontrarán una alternativa a su situación.

La liberación se expresa de tres maneras: los que sufren por la opresión podrán salir de ella, es decir, pasarán a otra situación donde no hay motivo de sufrimiento (Mt 5,4: «porque ésos encontrarán el consuelo»; cf. Is 61,1); los sometidos, los que han sido reducidos a la impotencia arrebatándoles los medios de subsistencia, heredarán la tierra, es decir, gozarán de plena libertad e independencia (Mt 5,5; cf. Sal 37,11); los que ansían esa justicia verán colmada su aspiración (Mt 5,6).

Es de notar que la liberación de los oprimidos está en función de la existencia de grupos que vivan la alternativa y puedan ofrecerla. Jesús no hace una planificación de masa; quiere, en cambio, que se formen grupos o comunidades donde, por la renuncia al deseo de riqueza, se vivan ya las nuevas relaciones humanas de solidaridad y libertad. Jesús no es un mero teórico, quiere praxis inmediata. 

IV, LA PROCLAMA DEL REINO. LAS BIENAVENTURANZAS. LA OPCIÓN INICIAL.


Viniendo al detalle, la primera bienaventuranza enuncia la primera condición indispensable para que exista el reinado de Dios: la opción por la pobreza (5,3: «Dichosos los que eligen ser pobres»), es decir, la renuncia a la riqueza y a la ambición de riqueza. Esta opción es la puerta de entrada al reino de Dios, es decir, abre la posibilidad de una sociedad nueva, porque extirpa la raíz de la injusticia, la ambición de tener, y rompe con los «valores» sobre los que se sustenta la vieja sociedad.

La ambición lleva a la acumulación de riquezas e, inseparablemente, a la búsqueda del prestigio social y del dominio sobre otros, produciendo unas relaciones humanas basadas en la desigualdad, la opresión y la rivalidad, raíces de toda violencia. La opción por la pobreza, que elimina la acumulación de dinero, se inspira, pues, en el amor a la humanidad oprimida y en el deseo de la justicia y de la paz. Quita el obstáculo que impide la existencia de una sociedad justa y constituye la base indispensable para construirla. De ella nacerán la generosidad del compartir (Mt 6,22s), la igualdad, la libertad y la hermandad de todos. 

Según Jesús, todo hombre se encuentra abocado a una opción entre Dios y el dinero (Mt 6,24 par.), es decir, entre el amor y el egoísmo, entre el «ser» y el «tener». Optar por la pobreza significa tomar partido por Dios, y con él, por el bien de la humanidad y la propia plenitud.

No hay que confundir con la miseria la pobreza a la que invita Jesús; así lo demuestra la felicidad que él promete a los que hacen la opción (“Dichosos…”}. Esta felicidad, a primera vista paradójica, estriba en que, según la expresión de Jesús, «ésos tienen a Dios por Rey»; Dios garantiza que cuantos han hecho esa opción dispondrán de los medios necesarios para su desarrollo humano (Mt 6,25-33 par.).

La invitación de Jesús se hace en plural. No exhorta, por tanto, a una pobreza individual y ascética, sino a una decisión personal que ha de vivir se dentro de un grupo humano, constituyendo así el germen de la nueva sociedad. En ese ámbito se crean nuevas relaciones entre Dios y los hombres y entre los hombres mismos. Siguiendo el lenguaje metafórico, Dios rema sobre los hombres comunicándoles su Espíritu-vida, estableciendo la nueva relación Padre-hijo. De ese Espíritu, compartido por todos, nace la solidaridad-amor, que asegura tanto el sustento material como el pleno desarrollo personal.

IV. LA PROCLAMA DEL REINO: LAS BIENAVENTURANZAS.


La utopía del reino de Dios o sociedad nueva la concreta Jesús en las bienaventuranzas, en particular en las ocho que presenta el evangelio de Mateo (Mt 5,3-10). En ellas se formulan las condiciones indispensables para que se vaya realizando la nueva sociedad, la liberación que su existencia va efectuando en la humanidad, las nuevas relaciones que crea y la felicidad que proporciona (4).

En el evangelio de Mateo, la estructura de las bienaventuranzas es la siguiente: la primera y la última, ambas en presente (Mt 5,3 .10: «porque de ésos es el reino de los cielos» o, mejor, «porque ésos tienen a Dios por rey»), constituyen el marco para las otras seis. Las seis intercaladas se dividen en dos grupos: las tres primeras (2.ª,3.ª Y 4.ª) expresan en futuro el paso de una situación negativa a otra positiva (5,4-6: del sufrimiento al consuelo, de la sumisión a la libertad, de la injusticia a la justicia); las tres del segundo grupo (5.ª, 6.ª y 7.ª) expresan tres modos de ser o de actuar positivos a los que corresponden experiencias de Dios (5,7-9: ayuda para los que ayudan, visión de Dios para los que actúan con sinceridad, condición de hijos de Dios para los que trabajan por la paz).
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(4). Para las bienaventuranzas, véase F. Camacho, La proclama del Reino. Análisis semántica y comentario exegético de las Bienaventuranzas de Mt 5,3·10, Cristiandad, Madrid 1986.

III. LA UTOPÍA DE JESÚS. EL REINO DE DIOS.


«La buena noticia» que Jesús proclama la resumen los evangelios sinóptico s en el anuncio de la cercanía del «reinado» o «reino de Dios» (Mc 1,14s par.). Ambas expresiones designan una realidad nueva: la sociedad humana alternativa; la primera, «el reinado de Dios», la considera desde el punto de vista de la acción de Dios sobre el hombre, individuo y colectividad; la segunda, «el reino de Dios», denota a los individuos y a la colectividad que viven y experimentan la acción divina.

No hace muchos años, «el reino de Dios» se identificaba con la beatitud después de la muerte. Sin embargo, nada más lejos de lo que propone el evangelio. El reinado de Dios debe ejercerse en la historia y el reino de Dios ser una realidad dentro de ella. La expresión es judía, usada sobre todo en la época intertestamentaria, y significaba para el judaísmo una realidad social, que prácticamente habría de verificarse en la época mesiánica; en ella Israel formaría una sociedad justa, viviría en la fidelidad a Dios y dominaría a sus enemigos.

En los evangelios aparecen los dos aspectos de la nueva realidad: el cambio personal (aspecto individual, «el hombre nuevo») y el cambio de las relaciones humanas (aspecto social, «la sociedad nueva»). No habrá nueva sociedad si no existe un hombre nuevo (Jn 3,3-6). La realización individual del Reino, la constitución del hombre nuevo, tiene lugar cuando el individuo, por la asimilación del mensaje de Jesús, decide entregarse a los demás, como lo describe Marcos en la primera parábola del Reino (Mc 4,26-29). Como respuesta a esta entrega, Dios potencia al hombre comunicándole su propia fuerza de vida (el Espíritu); dotado de ella, es tarea y responsabilidad del hombre crear una sociedad verdaderamente humana. La índole social del Reino se expone claramente en la parábola del grano de mostaza (Mc 4,30-32), en la que Jesús desmiente el ideal de grandeza de las profecías sobre el Reino (Ez 17,22s) para afirmar su existencia como realidad modesta, aunque visible, en la sociedad humana.

Una presentación parecida de ambos aspectos se hace en las parábolas del tesoro y de la perla (aspecto individual) y en la de la levadura (aspecto social) (Mt 13,44-46; 13,33). En todo caso, no se forma parte del Reino por pertenecer a una raza o a una nación, como en la concepción judía, sino por opción personal, abierta a todo hombre. 

Ha sido quizá la mala interpretación de un pasaje del evangelio de Juan (]n 18,36), traducido como «mi Reino no es de este mundo», la que ha invitado a considerar que la vida presente no tiene importancia para el cristiano, estando meramente subordinada a la consecución de la vida futura.
La recta traducción de este pasaje se deduce del contexto. Pilato pregunta a Jesús si es rey; Jesús lo afirma, pero distingue la calidad de su realeza, que no se apoya en la violencia, de la de los reyes de su época, basada en la fuerza de las armas.

La frase discutida debe traducirse, pues, «la realeza mía no pertenece al mundo/orden este» (3). Jesús es rey porque comunica libertad y vida, y esta acción se verifica en la historia.
Por lo demás, es obvio que, en las parábolas, Jesús presenta el Reino como una realidad que crece, se desarrolla y encuentra dificultades (Mt 13,24-30.36-43). Eso tiene lugar necesariamente en la historia.
El reino de Dios representa, pues, la alternativa a la sociedad injusta, proclama la esperanza de una vida nueva, afirma la posibilidad de cambio, formula la utopía. Por eso constituye la mejor noticia que se puede anunciar a la humanidad y, a partir de Jesús, la oferta permanente de Dios a los hombres, que espera de ellos respuesta. Su realización es siempre posible.

Es lógico, pues, que el primer paso para la creación de esa nueva sociedad sea el cambio de vida (“enmendaos”) que pide Jesús en conexión con el anuncio del Reino; sin un cambio profundo de actitud por parte del hombre, que lo lleve a romper con el pasado de injusticia, no hay posibilidad alguna de empezar algo nuevo.

La exhortación a la enmienda muestra, además, que, para ser realidad, el reino de Dios exige la colaboración del hombre. La enmienda es el paso preliminar, que implica el descontento con la situación existente, tanto individual como social, y el deseo de cambio. Sólo los que sientan esa inquietud responderán positivamente a la invitación de Jesús.

Pero la opción del hombre por el reino de Dios no se queda en la ruptura con la injusticia, supone además un compromiso personal, como el que hizo Jesús en su bautismo, de entregarse por amor a la humanidad a la tarea de crear una sociedad diferente. Como en el caso de Jesús, el compromiso de entrega a los demás pone al hombre en sintonía con Dios, y la respuesta de Dios es la comunicación de su Espíritu, es decir, la infusión al hombre de su fuerza de vida y amor, que lo capacita para esa tarea. 

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(3). Véase J. Mateos .-. Barreto, El Evangelio de Juan. Análisis lingüístico y comentario exegético, Cristiandad, Madrid, 2.ª ed. 1982, 773-774.

II. EL PROFETISMO. JESÚS PROFETA.


Podemos considerar al profeta como a un hombre que, en virtud de su experiencia personal de lo que es Dios, juzga los acontecimientos presentes y, en cierta medida, puede prever lo por venir. Juzga lo que sucede, percibiendo y expresando su acuerdo o no con la índole del Dios que conoce; paralelamente, en virtud del mismo conocimiento, anuncia cuál puede ser la reacción de Dios en el futuro.

La calidad del profetismo se mide, por tanto, por la autenticidad, intensidad y pureza de la experiencia de Dios que posee el profeta. Insistimos en el término «pureza». No puede dudarse de la autenticidad de la inspiración divina de los profetas del A T. Sin embargo, su experiencia de Dios no fue plena; así lo afirma el evangelista Juan en el prólogo a su evangelio: «a la divinidad nadie la ha visto nunca» (Jn 1,18). La percepción del ser de Dios, que se inicia en el AT, no llegó nunca a su plenitud. Fue incompleta o estuvo deformada por elementos culturales. Solamente en Jesús se muestra con toda claridad el rostro de Dios. No podemos poner, por tanto, en simple paralelo el profetismo de Jesús con el de los profetas del A T. El de éstos ha de ser evaluado a la luz de lo que vemos en Jesús y aprendemos de él.

Rasgo extraordinariamente positivo en los profetas fue su denuncia de la injusticia social, a menudo encubierta por el esplendor del culto. La denuncia de la religión hipócrita no pudo ser más explícita ni violenta (Is  1,11-17: «¿ Qué me importa el número de vuestros sacrificios? -dice el Señor-.

Estoy harto de holocaustos de carneros, de. grasa de cebones ... No me traigáis más dones vacíos, mas incienso execrable ... Vuestras solemnidades y fiestas las detesto ... Vuestras manos están llenas de sangre ... »; Am 5,21-26: «Detesto y rehúso vuestras fiestas ... Retirad de mi presencia el barullo de los cantos, no quiero oír la música de la cítara: que fluya como agua el derecho, y la justicia como arroyo perenne ... »).
Siguiendo una tendencia que más tarde cristalizaría en la espiritualidad farisea, se separaba la fidelidad a Dios del amor al prójimo. Se insistía solamente en la primera, por la observancia y el culto externo, descuidando u omitiendo el segundo (cf. Mt 15,3-9; 23,23).  

Hay que insistir también en que la intuición profética, al menos en general, percibió que el plan salvador de Dios no concernía solamente a Israel, sino que se extendía a la humanidad entera (Is 2,1-5). Sin embargo, la cultura fuertemente nacionalista que habían asimilado llevó a los profetas a concebir que la salvación de la humanidad se realizaría a través de las instituciones consagradas de Israel, la Ley, el templo, la monarquía.  
              
En esto se equivocaron. Con Jesús, el ideal de un reinado de Dios centrado en Israel esaparece, y este pueblo no tiene lugar privilegiado en el reino mesiánico(Mt 28,19), dejando de ser pueblo elegido (Dt 4,19s); Jerusalén, anunciada como luz del mundo (Is 69,1-3), será destruida (Mt 23,37-39,Par.), y la luz de Dios se irradiará a través del grupo de discípulos de Jesús (Mt 5,14); del Templo, gloria y símbolo de la religión judía (Ez 43,1-11), no quedará piedra sobre piedra (Mt 24,2 par.); la Ley, orgullo de Israel y garantía de su identidad como pueblo (Dt 4,8), queda superada (Mt 12,8: “Porque el Hombre es señor del precepto»): la monarquía  davídica, cuya restauración fundaba la esperanza de un futuro glorioso (Am 9,11-15; Is 11,1-9), no volverá a existir (Mt 22,4,1-45 par.). La ruptura con el orden anterior la expresa Jesús con una frase lapidaria: «a vino nuevo, odres nuevos» (Mc 2,2.2).

Por otra parte, hay que examinar qué esperanza abrigaban los profetas de un cambio de su sociedad. Nos apoyamos para estas conclusiones en las obras de J. L. Sicre, conocido especialista en los libros proféticos (2).

Los profetas no proponen una solución a los males de la sociedad si no es la vuelta al pasado, al espíritu de la alianza ya las normas que de él dimanan. Tampoco pretenden levantar a los oprimidos contra los opresores; un principio básico de Israel era que la venganza corresponde a Dios (cf. Prov 20,22). Dios defenderá al pobre y castigará a poderosos y opresores (cf. Sal 37,5s.10-13.34-40).

Los profetas difieren en cuanto al modo de concebir el cambio social. Amós lo basa principalmente en la reforma de la justicia (Am 5,7-17). Isaías, que desconfía de que las autoridades existentes cambien de conducta, espera una intervención de Dios que las sustituya por otras (Is 1,26: «jueces como los antiguos, consejeros como los de antaño»), un rey que, lleno del espíritu de Dios, haga justicia a pobres y oprimidos (11,1-5). Oseas, aunque incita a la conversión, pone su esperanza en Dios más que en los hombres.

Miqueas es muy radical: espera que a los ricos les arrebaten sus tierras para que sean repartidas de nuevo (2,1-5), y que Jerusalén, centro de la opresión, desaparezca de la historia (3,9-12). Para Sofonías, la solución no vendrá del cambio de dirigentes ni de la destrucción total, sino de la acción de Dios, que dejará «un pueblo pobre y humilde» (Sof 3, 12s). Jeremías pone la esperanza en la conversión, única capaz de asegurar el futuro del pueblo y de la monarquía. Dios traerá la solución, suscitando un sucesor de David, que impondrá el derecho y la justicia (23,5-6), y cambiando al hombre interiormente, de modo que tenga su Ley escrita en el corazón (31,31-34).

Ezequiel pone su fe sobre todo en la acción de Dios, quien cambiará a las autoridades, tomando su puesto para defender a los débiles. Un nuevo David asumirá su representación en la tierra (Ez 34,24). El tercer Isaías exige el compromiso con la justicia y el derecho como condición para que se revele la salvación de Dios (56,1; 58,1-12), pero acaba el pasaje. (cap. 59) con una promesa incondicional de salvación, pues Dios, cansado de la falta de justicia, se alzará como un guerrero para implantarla. Zacarías, en cambio, coloca como principio la acción de Dios, que crea una sociedad justa; entonces habría un compromiso con el derecho y la justicia, con los pobres y oprimidos (7,9s; 8,14-17). Malaquías cree que Dios pondrá término a la injusticia mediante un juicio que separará a justos de malvados.

Resumiendo, puede decirse que entre los profetas domina cierto escepticismo: los problemas no tienen solución humana. Ni los hombres ni las instituciones están dispuestos a cambiar. A pesar de esto, mantienen una esperanza, a veces demasiado utópica, otras más realista, pero siempre dentro de la reforma de las instituciones reconocidas. Los profetas no proponen un nuevo modelo de sociedad; exhortan a la conversión individual, pero en ellos el compromiso humano parece secundario.

La espera de una solución únicamente de Dios y limitada a Israel aparece también en dos cánticos del NT. En primer lugar, en el Magnificat (Lc 1,46-55), el cántico de María, cuya figura representa a «los pobres de Israel», al pueblo fiel, que no ha traicionado nunca a su Dios (“virgen»). Estos «pobres» esperan una intervención divina por medio del Mesías, comparable a la del antiguo éxodo. Esta se traduciría en un cambio o subversión social, por la que los pobres serían reivindicados y los ricos y opresores humillados (1,52s). No aparece ningún horizonte universal (1,55: «en favor de Abrahán y su descendencia») ni atisbo de una nueva organización de la sociedad.

El segundo cántico es el Benedictus de Zacarías (Lc 1,68-79). Su autor, perteneciente a la clase sacerdotal y de espiritualidad legalista (Le 1,5s), aunque habla con espíritu profético (Lc 1,67), no fija su atención en la injusticia social existente dentro del pueblo, sino solamente en la humillación que éste sufre por la dominación extranjera (1,71). Espera que la acción divina por medio del Mesías libere a la nación del yugo opresor y permita el culto a Dios en justicia y santidad (1,74s).

Son dos aspectos complementarios de la aspiración del Israel sano, pero sin horizonte universal; se conciben además como una acción divina irresistible, prescindiendo de la colaboración humana. Jesús no realizará este programa; ensanchará el horizonte a la humanidad entera, como se anuncia en el cántico de Simeón (2,31s), y le ofrecerá una salvación a la que ha de colaborar el hombre. Como ya antes Juan Bautista, Jesús hace suya la aspiración a la justicia propia de la tradición profética, pero con una gran diferencia. En primer lugar, no pretende reformar la sociedad de su tiempo. Yendo mucho más allá que los profetas, ve que la injusticia de la sociedad existente no es ocasional ni coyuntural, sino intrínseca, pues la organización social no es más que efecto y reflejo de los hombres que la componen, dominados por la ambición en todas sus formas.

Precisamente por eso, y al contrario que los profetas, Jesús pone en tela de juicio las mismas instituciones de Israel. No se puede aceptar el reinado de un Mesías, déspota  benévolo, que solucione los problemas del pueblo manteniéndolo  en el infantilismo (Jn 6,15); por el contrario, hay que promocionar al pueblo, desarrollando al hombre (Jn 12,32). No se puede aceptar una Ley que discrimina dentro del pueblo, que, mediante el código de pureza, separa al hombre de Dios (Jn 2,1-11) y que crea en el pueblo judío un espíritu de superioridad, con el consiguiente desprecio de los demás pueblos. No se puede aceptar una religión que, so pretexto de piedad y de culto, encubre la injusticia (Mc 7,8-13) y ejerce la explotación de los pobres (Jn 2,15s).

El proyecto de Jesús tiene que ser diferente: no es reformista, sino que propone un cambio radical que cambie los fundamentos de la sociedad, un nuevo modelo de sociedad. Más aún: propone y hace posible un nuevo modelo de hombre: es el hombre nuevo quien ha de crear una sociedad nueva. Tal es el proyecto que se anuncia en las bienaventuranzas. 

Por eso, si Jesús se manifiesta como profeta (Mc 1,21b-28) y se define como tal (Mc 6,4 par.), en el sentido de hombre enviado por Dios para anunciar su designio, esta denominación queda superada por la de «Mesías», el encargado de ofrecer a los hombres la posibilidad de llevarlo a cabo, el que inaugura el cambio de época.


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(2). «Con los pobres de la tierra». La justicia social en los profetas de Israel, Cristiandad, Madrid 1985; El clamor de los profetas en favor de la justicia, Fundación Santa María. Madrid 1988.

LA UTOPÍA DE JESÚS. I. INTRODUCCIÓN. LA AUSENCIA DE UTOPÍA.


Para muchos cristianos, católicos o no, la pertenencia a la Iglesia pretende asegurar la consecución de «la vida eterna». 

La vida presente no es para ellos más que un tiempo de prueba en el que el individuo tiene que hacer méritos para «ganarse el cielo». Esta presentación puede parecer simplista,
pero ha sido real en tiempos no muy lejanos. Lo único que contaba era «la salvación del alma». Esto reducía la práctica cristiana a un esfuerzo individual, de tinte ascético, para conservar el siempre amenazado «estado de gracia».

Es evidente que tal concepción de la praxis cristiana carecía de toda dimensión utópica para este mundo. No se pensaba, o muy de pasada, en una incidencia social del mensaje cristiano; casi la única acción social recomendada era la beneficencia, la limosna, según el modelo de la espiritualidad judía, en particular de la farisea, y esto como obra necesaria para la propia salvación.

Ni que decir tiene que mientras el hombre esté preocupado con el problema de su salvación personal, ante una alternativa de cielo o infierno, no hay para él nada más importante ni tiene tiempo para ocuparse a fondo de otras cuestiones.

El mismo amor al prójimo se enfoca desde la perspectiva de la propia salvación. Esta es el absoluto, y en obtenerla se concentran las energías; el amor a los demás es relativo, un medio.

Por otra parte, si el objetivo del cristiano es obtener la salvación eterna por su pertenencia a la Iglesia y la fidelidad a los preceptos, no se ve en qué se diferencia el cristianismo de las otras religiones, que, de ordinario, prometen también una felicidad después de la muerte. La única salida viable a esta dificultad era afirmar que sólo los cristianos o, más aún, sólo los católicos, que pertenecen a la verdadera Iglesia, pueden alcanzar esa salvación. Los que no han tenido la posibilidad de ser cristianos están condenados para siempre. Esto expresaba el dicho: «Fuera de la Iglesia no hay salvación», si no en su última interpretación oficial, al menos en la teología de siglos anteriores (1). Los cristianos y, en particular, los católicos, a los que nos referimos más en concreto, habían llegado a formar una especie de ghetto) un círculo cerrado y exclusivo, donde cada individuo se dedicaba a la tarea personal de asegurar su salvación. Poco o ningún interés se mostraba por los problemas de la humanidad, que se consideraban pertenecer a la esfera del «mundo» pecador. Los dolores y las injusticias eran pruebas que había que pasar para ganarse el cielo.
Aunque aún en nuestros días hay círculos donde subsiste esta mentalidad, la lectura más atenta de las denuncias proféticas del AT y, sobre todo, del evangelio ha producido una reacción y un cambio notable en la concepción de lo que significa «ser cristiano». En gran parte, ha sido la «teología de la liberación» la que ha abierto los ojos a muchos cristianos sobre las implicaciones sociales del mensaje de Jesús. Cuál es el núcleo de ese mensaje es lo que pretendemos aclarar en este artículo. 



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*, Esta conferencia fue pronunciada en el Congreso de la Asociación Juan XXIII en septiembre de 1988. 

(1). El Concilio de Florencia (siglo xv), en su Bula de unión de Coptos y Etíopes Cantate Domino, Decreto para los Jacobitas, decía así: "La sacrosanta Iglesia romana ... cree firmemente ... que nadie fuera de la Iglesia católica, ni los paganos, ni los hebreos, ni los herejes o cismáticos, participará de la vida eterna. sino que irá al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles».

El Concilio Vaticano II, en la Constitución Lumen gentium, 16, afirma lo contrario: «Dios, como Salvador, quiere que todos los hombres se salven. De hecho, los que sin culpa ignoran el evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan sinceramente a Dios, y con la ayuda de la gracia se esfuerzan por cumplir con las obras la voluntad de Dios, conocida a través del dictamen
de la conciencia pueden conseguir la salvación eterna». 

PREFACIO.


Este volumen pretende poner al alcance de muchos lectores el texto de conferencias pronunciadas en diferentes CÍrculos y que, por haberse editado en publicaciones muy diversas, resultan de difícil acceso.

Los temas son variados. Empezamos por «La utopía de Jesús», que da título al libro y en la que se describe la diferencia entre los profetas del AT y Jesús Mesías y se expone su programa, su ofrecimiento de salvación a la humanidad, concretado en las bienaventuranzas.

La calidad del compromiso cristiano se expone en la segunda conferencia: «El bautismo: de Juan a Jesús», y los efectos en el hombre de la comunicación del Espíritu que sigue al compromiso, en la tercera, «El bautismo, nuevo nacimiento».

Una faceta importante de la personalidad de Jesús, que ha de ser visible también en sus seguidores, se trata en la cuarta: «Libertad y autoridad de Jesús», es decir, la libertad de expresión y actuación, sin temor a la oposición que suscita, y la capacidad que comunica el Espíritu para liberar y dar vida.

Un punto importante se analiza en la quinta conferencia: «Criterio de verdad y carisma de enseñanza en el Nuevo Testamento». En ella, con datos evangélicos, se responde a un interrogante que puede ser angustioso: ¿Ante tantas diversas interpretaciones del evangelio, cómo saber a qué carta quedarse? En la segunda parte se examina cómo Jesús sigue siendo el maestro de la comunidad cristiana.

La última conferencia trata un problema prácticamente no resuelto: «Vigencia del Antiguo Testamento para el cristiano». El tema implica una pregunta: En el volumen que llamamos «La Biblia», ¿acaso todo tiene valor para el que sigue a Jesús?, ¿hay algún criterio para discernir lo válido de lo inválido?
Esperamos que la variedad de temas interese a los lectores y les ayude a encontrar respuesta a cuestiones vitales para su existencia cristiana.