Para muchos
cristianos, católicos o no, la pertenencia a la Iglesia pretende asegurar la consecución
de «la vida eterna».
La vida presente no es para ellos más que un tiempo de prueba en el que el individuo tiene que hacer méritos para «ganarse el cielo». Esta presentación puede parecer simplista,
pero ha sido real en tiempos no muy lejanos. Lo único que contaba era «la salvación del alma». Esto reducía la práctica cristiana a un esfuerzo individual, de tinte ascético, para conservar el siempre amenazado «estado de gracia».
Es
evidente que tal concepción de la praxis cristiana carecía de toda dimensión
utópica para este mundo. No se pensaba, o muy de pasada, en una incidencia
social del mensaje cristiano; casi la única acción social recomendada era la
beneficencia, la limosna, según el modelo de la espiritualidad judía, en particular
de la farisea, y esto como obra necesaria para la propia salvación.
Ni que decir
tiene que mientras el hombre esté preocupado con el problema de su salvación
personal, ante una alternativa de cielo o infierno, no hay para él nada más
importante ni tiene tiempo para ocuparse a fondo de otras cuestiones.
El mismo
amor al prójimo se enfoca desde la perspectiva de la propia salvación. Esta es
el absoluto, y en obtenerla se concentran las energías; el amor a los demás es
relativo, un medio.
Por
otra parte, si el objetivo del cristiano es obtener la salvación eterna por su
pertenencia a la Iglesia y la fidelidad a los preceptos, no se ve en qué se
diferencia el cristianismo de las otras religiones, que, de ordinario, prometen
también una felicidad después de la muerte. La única salida viable a esta dificultad
era afirmar que sólo los cristianos o, más aún, sólo los católicos, que
pertenecen a la verdadera Iglesia, pueden alcanzar esa salvación. Los que no
han tenido la posibilidad de ser cristianos están condenados para siempre. Esto
expresaba el dicho: «Fuera de la Iglesia no hay salvación», si no en su última
interpretación oficial, al menos en la teología de siglos anteriores (1). Los cristianos y, en particular, los católicos, a los
que nos referimos más en concreto, habían llegado a formar una especie de ghetto)
un círculo cerrado y exclusivo, donde cada individuo se dedicaba a la tarea personal de asegurar su salvación. Poco
o ningún interés se mostraba por los problemas de la humanidad, que se
consideraban pertenecer a la esfera del «mundo» pecador. Los dolores y las injusticias eran pruebas que
había que pasar para ganarse el cielo.
Aunque
aún en nuestros días hay círculos donde subsiste esta mentalidad, la lectura más
atenta de las denuncias proféticas del
AT y, sobre todo, del evangelio ha producido una reacción y un cambio notable
en la concepción de lo que significa «ser cristiano». En gran parte, ha sido la
«teología de la liberación» la que ha abierto los ojos a muchos cristianos sobre
las implicaciones sociales del mensaje de Jesús. Cuál es el núcleo de ese
mensaje es lo que pretendemos aclarar en este artículo.
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*, Esta
conferencia fue pronunciada en el Congreso de la Asociación Juan XXIII en septiembre de 1988.
(1). El Concilio
de Florencia (siglo xv), en su Bula de unión de Coptos y Etíopes Cantate Domino,
Decreto para los Jacobitas, decía así: "La sacrosanta Iglesia romana
... cree firmemente ... que nadie fuera de la Iglesia católica, ni los paganos,
ni los hebreos, ni los herejes o cismáticos, participará de la vida eterna. sino
que irá al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles».
El Concilio
Vaticano II, en la Constitución Lumen gentium, 16, afirma lo contrario:
«Dios, como Salvador, quiere que todos los hombres se salven. De hecho, los que
sin culpa ignoran el evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan sinceramente
a Dios, y con la ayuda de la gracia se esfuerzan por cumplir con las obras la
voluntad de Dios, conocida a través del dictamen
de la conciencia pueden conseguir la salvación eterna».
de la conciencia pueden conseguir la salvación eterna».
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