Podemos
considerar al profeta como a un hombre que, en virtud de su experiencia
personal de lo que es Dios, juzga los acontecimientos presentes y, en cierta
medida, puede prever lo por venir. Juzga lo que sucede, percibiendo y expresando
su acuerdo o no con la índole del Dios que conoce; paralelamente, en virtud del
mismo conocimiento, anuncia cuál puede ser la reacción de Dios en el futuro.
La
calidad del profetismo se mide, por tanto, por la autenticidad, intensidad y
pureza de la experiencia de Dios que posee el profeta. Insistimos en el término
«pureza». No puede dudarse de la autenticidad de la inspiración divina de los profetas del A T. Sin
embargo, su experiencia de Dios no fue plena; así lo afirma el evangelista Juan
en el prólogo a su evangelio: «a la divinidad nadie la ha visto nunca» (Jn 1,18).
La percepción del ser de Dios, que se inicia en el AT, no llegó nunca a su
plenitud. Fue incompleta o estuvo deformada por elementos culturales. Solamente
en Jesús se muestra con toda claridad el rostro de Dios. No podemos poner, por
tanto, en simple paralelo el profetismo de Jesús con el de los profetas del A T.
El de éstos ha de ser evaluado a la luz de lo que vemos en Jesús y aprendemos
de él.
Rasgo extraordinariamente
positivo en los profetas fue su denuncia de la injusticia social, a menudo
encubierta por el esplendor del culto. La denuncia de la religión hipócrita no pudo
ser más explícita ni violenta (Is 1,11-17:
«¿ Qué me importa el número de vuestros sacrificios? -dice el Señor-.
Estoy harto
de holocaustos de carneros, de. grasa de cebones ... No me traigáis más dones
vacíos, mas incienso execrable ... Vuestras solemnidades y fiestas las detesto
... Vuestras manos están llenas de sangre ... »; Am 5,21-26: «Detesto y rehúso vuestras
fiestas ... Retirad de mi presencia el barullo de los cantos, no quiero oír la
música de la cítara: que fluya como agua el derecho, y la justicia como arroyo
perenne ... »).
Siguiendo
una tendencia que más tarde cristalizaría en la espiritualidad farisea, se separaba
la fidelidad a Dios del amor al prójimo. Se insistía solamente en la primera,
por la observancia y el culto externo, descuidando u omitiendo el segundo (cf. Mt
15,3-9; 23,23).
Hay que
insistir también en que la intuición profética, al menos en general, percibió que
el plan salvador de Dios no concernía solamente a Israel, sino que se extendía a
la humanidad entera (Is 2,1-5). Sin embargo, la cultura fuertemente nacionalista
que habían asimilado llevó a los profetas a concebir que la salvación de la
humanidad se realizaría a través de las instituciones consagradas de Israel, la
Ley, el templo, la monarquía.
En esto
se equivocaron. Con Jesús, el ideal de un reinado de Dios centrado en Israel esaparece,
y este pueblo no tiene lugar privilegiado en el reino mesiánico(Mt 28,19), dejando
de ser pueblo elegido (Dt 4,19s); Jerusalén, anunciada como luz del mundo (Is
69,1-3), será destruida (Mt 23,37-39,Par.), y la luz de Dios se irradiará a través
del grupo de discípulos de Jesús (Mt 5,14); del Templo, gloria y símbolo de la
religión judía (Ez 43,1-11), no quedará piedra sobre piedra (Mt 24,2 par.); la
Ley, orgullo de Israel y garantía de su identidad como pueblo (Dt 4,8), queda superada
(Mt 12,8: “Porque el Hombre es señor del precepto»): la monarquía davídica, cuya restauración fundaba la esperanza
de un futuro glorioso (Am 9,11-15; Is 11,1-9), no volverá a existir (Mt 22,4,1-45
par.). La
ruptura con el orden anterior la expresa Jesús con una frase lapidaria: «a vino
nuevo, odres nuevos» (Mc 2,2.2).
Por
otra parte, hay que examinar qué esperanza abrigaban los profetas de un cambio
de su sociedad. Nos apoyamos para estas conclusiones en las obras de J. L. Sicre,
conocido especialista en los libros proféticos (2).
Los profetas
no proponen una solución a los males de la sociedad si no es la vuelta al
pasado, al espíritu de la alianza ya las normas que de él dimanan. Tampoco
pretenden levantar a los oprimidos contra los opresores; un principio básico de
Israel era que la venganza corresponde a Dios (cf. Prov 20,22). Dios defenderá
al pobre y castigará a poderosos y opresores (cf. Sal 37,5s.10-13.34-40).
Los
profetas difieren en cuanto al modo de concebir el cambio social. Amós lo basa principalmente
en la reforma de la justicia (Am 5,7-17). Isaías, que desconfía de que las autoridades
existentes cambien de conducta, espera una intervención de Dios que las
sustituya por otras (Is 1,26: «jueces como los antiguos, consejeros como los de
antaño»), un rey que, lleno del espíritu de Dios, haga justicia a pobres y oprimidos
(11,1-5). Oseas, aunque incita a la conversión, pone su esperanza en Dios más
que en los hombres.
Miqueas
es muy radical: espera que a los ricos les arrebaten sus tierras para que sean
repartidas de nuevo (2,1-5), y que Jerusalén, centro de la opresión, desaparezca
de la historia (3,9-12). Para Sofonías, la solución no vendrá del cambio de dirigentes ni de
la destrucción total, sino de la acción de Dios, que dejará «un pueblo pobre y humilde»
(Sof 3, 12s). Jeremías pone la esperanza en la conversión, única capaz de asegurar el futuro del pueblo
y de la monarquía. Dios traerá la solución, suscitando un sucesor de David, que
impondrá el derecho y la justicia (23,5-6), y cambiando al hombre interiormente, de modo que tenga su
Ley escrita en el corazón (31,31-34).
Ezequiel
pone su fe sobre todo en la acción de Dios, quien cambiará a las autoridades, tomando
su puesto para defender a los débiles. Un nuevo David asumirá su representación
en la tierra (Ez 34,24). El tercer Isaías exige el compromiso con la
justicia y el derecho como condición para que se revele la salvación de Dios (56,1;
58,1-12), pero acaba el pasaje. (cap. 59) con una promesa incondicional de salvación,
pues Dios, cansado de la falta de justicia, se alzará como un guerrero para implantarla.
Zacarías, en cambio, coloca como principio la acción de Dios, que crea una sociedad
justa; entonces habría un compromiso con el derecho y la justicia, con los pobres y oprimidos (7,9s; 8,14-17).
Malaquías cree que Dios pondrá término a la injusticia mediante un juicio que
separará a justos de malvados.
Resumiendo,
puede decirse que entre los profetas domina cierto escepticismo: los problemas
no tienen solución humana. Ni los hombres ni las instituciones están dispuestos
a cambiar. A pesar de esto, mantienen una esperanza, a veces demasiado utópica,
otras más realista, pero siempre dentro de la reforma de las instituciones
reconocidas. Los profetas no proponen un nuevo modelo de sociedad; exhortan a
la conversión individual, pero en ellos el compromiso humano parece secundario.
La
espera de una solución únicamente de Dios y limitada a Israel aparece también
en dos cánticos del NT. En primer lugar, en el Magnificat (Lc 1,46-55),
el cántico de María, cuya figura representa a «los pobres de Israel», al pueblo fiel, que no ha
traicionado nunca a su Dios (“virgen»). Estos «pobres» esperan una intervención
divina por medio del Mesías, comparable a la del antiguo éxodo. Esta se
traduciría en un cambio o subversión social, por la que los pobres serían reivindicados
y los ricos y opresores humillados (1,52s). No aparece ningún horizonte universal (1,55: «en favor de Abrahán y su descendencia») ni atisbo
de una nueva organización de la sociedad.
El segundo
cántico es el Benedictus de Zacarías (Lc 1,68-79). Su autor, perteneciente
a la clase sacerdotal y de espiritualidad legalista (Le 1,5s), aunque habla con
espíritu profético (Lc 1,67), no fija su atención en la injusticia social existente
dentro del pueblo, sino solamente en la humillación que éste sufre por la
dominación extranjera (1,71). Espera que la acción divina por medio del Mesías
libere a la nación del yugo
opresor y permita el culto a Dios en justicia y santidad (1,74s).
Son dos
aspectos complementarios de la aspiración del Israel sano, pero sin horizonte
universal; se conciben además como una acción divina irresistible, prescindiendo
de la colaboración humana. Jesús no realizará este programa; ensanchará el
horizonte a la humanidad entera, como se anuncia en el cántico de Simeón (2,31s),
y le ofrecerá una salvación a la que ha de colaborar el hombre. Como ya antes
Juan Bautista, Jesús hace suya la aspiración a la justicia propia de la
tradición profética, pero con una gran diferencia. En primer lugar, no pretende
reformar la sociedad de su tiempo. Yendo mucho más allá que los profetas, ve
que la injusticia de la sociedad existente no es ocasional ni coyuntural, sino
intrínseca, pues la organización social no es más que efecto y reflejo de los hombres que la
componen, dominados por la ambición en todas sus formas.
Precisamente
por eso, y al contrario que los profetas, Jesús pone en tela de juicio las mismas
instituciones de Israel. No se puede aceptar el reinado de un Mesías, déspota benévolo, que solucione los problemas del pueblo
manteniéndolo en el infantilismo (Jn 6,15);
por el contrario, hay que promocionar al pueblo, desarrollando al hombre (Jn 12,32).
No se puede aceptar una Ley que discrimina dentro del pueblo, que, mediante el código de
pureza, separa al hombre de Dios (Jn 2,1-11) y que crea en el pueblo judío un
espíritu de superioridad, con el consiguiente desprecio de los demás pueblos. No
se puede aceptar una religión que, so pretexto de piedad y de culto, encubre la
injusticia (Mc 7,8-13) y ejerce la explotación de los pobres (Jn 2,15s).
El proyecto
de Jesús tiene que ser diferente: no es reformista, sino que propone un cambio
radical que cambie los fundamentos de la sociedad, un nuevo modelo de sociedad.
Más aún: propone y hace posible un nuevo modelo de hombre: es el hombre nuevo
quien ha de crear una sociedad nueva. Tal es el proyecto que se anuncia en las
bienaventuranzas.
Por
eso, si Jesús se manifiesta como profeta (Mc 1,21b-28) y se define como tal (Mc
6,4 par.), en el sentido de hombre enviado por Dios para anunciar su designio,
esta denominación queda superada por la de «Mesías», el encargado de ofrecer a
los hombres la posibilidad de llevarlo a cabo, el que inaugura el cambio de
época.
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(2). «Con
los pobres de la tierra». La justicia social en los profetas de Israel, Cristiandad, Madrid 1985; El clamor
de los profetas en favor de la justicia, Fundación Santa María. Madrid 1988.
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