viernes, 8 de febrero de 2013

II. EL PROFETISMO. JESÚS PROFETA.


Podemos considerar al profeta como a un hombre que, en virtud de su experiencia personal de lo que es Dios, juzga los acontecimientos presentes y, en cierta medida, puede prever lo por venir. Juzga lo que sucede, percibiendo y expresando su acuerdo o no con la índole del Dios que conoce; paralelamente, en virtud del mismo conocimiento, anuncia cuál puede ser la reacción de Dios en el futuro.

La calidad del profetismo se mide, por tanto, por la autenticidad, intensidad y pureza de la experiencia de Dios que posee el profeta. Insistimos en el término «pureza». No puede dudarse de la autenticidad de la inspiración divina de los profetas del A T. Sin embargo, su experiencia de Dios no fue plena; así lo afirma el evangelista Juan en el prólogo a su evangelio: «a la divinidad nadie la ha visto nunca» (Jn 1,18). La percepción del ser de Dios, que se inicia en el AT, no llegó nunca a su plenitud. Fue incompleta o estuvo deformada por elementos culturales. Solamente en Jesús se muestra con toda claridad el rostro de Dios. No podemos poner, por tanto, en simple paralelo el profetismo de Jesús con el de los profetas del A T. El de éstos ha de ser evaluado a la luz de lo que vemos en Jesús y aprendemos de él.

Rasgo extraordinariamente positivo en los profetas fue su denuncia de la injusticia social, a menudo encubierta por el esplendor del culto. La denuncia de la religión hipócrita no pudo ser más explícita ni violenta (Is  1,11-17: «¿ Qué me importa el número de vuestros sacrificios? -dice el Señor-.

Estoy harto de holocaustos de carneros, de. grasa de cebones ... No me traigáis más dones vacíos, mas incienso execrable ... Vuestras solemnidades y fiestas las detesto ... Vuestras manos están llenas de sangre ... »; Am 5,21-26: «Detesto y rehúso vuestras fiestas ... Retirad de mi presencia el barullo de los cantos, no quiero oír la música de la cítara: que fluya como agua el derecho, y la justicia como arroyo perenne ... »).
Siguiendo una tendencia que más tarde cristalizaría en la espiritualidad farisea, se separaba la fidelidad a Dios del amor al prójimo. Se insistía solamente en la primera, por la observancia y el culto externo, descuidando u omitiendo el segundo (cf. Mt 15,3-9; 23,23).  

Hay que insistir también en que la intuición profética, al menos en general, percibió que el plan salvador de Dios no concernía solamente a Israel, sino que se extendía a la humanidad entera (Is 2,1-5). Sin embargo, la cultura fuertemente nacionalista que habían asimilado llevó a los profetas a concebir que la salvación de la humanidad se realizaría a través de las instituciones consagradas de Israel, la Ley, el templo, la monarquía.  
              
En esto se equivocaron. Con Jesús, el ideal de un reinado de Dios centrado en Israel esaparece, y este pueblo no tiene lugar privilegiado en el reino mesiánico(Mt 28,19), dejando de ser pueblo elegido (Dt 4,19s); Jerusalén, anunciada como luz del mundo (Is 69,1-3), será destruida (Mt 23,37-39,Par.), y la luz de Dios se irradiará a través del grupo de discípulos de Jesús (Mt 5,14); del Templo, gloria y símbolo de la religión judía (Ez 43,1-11), no quedará piedra sobre piedra (Mt 24,2 par.); la Ley, orgullo de Israel y garantía de su identidad como pueblo (Dt 4,8), queda superada (Mt 12,8: “Porque el Hombre es señor del precepto»): la monarquía  davídica, cuya restauración fundaba la esperanza de un futuro glorioso (Am 9,11-15; Is 11,1-9), no volverá a existir (Mt 22,4,1-45 par.). La ruptura con el orden anterior la expresa Jesús con una frase lapidaria: «a vino nuevo, odres nuevos» (Mc 2,2.2).

Por otra parte, hay que examinar qué esperanza abrigaban los profetas de un cambio de su sociedad. Nos apoyamos para estas conclusiones en las obras de J. L. Sicre, conocido especialista en los libros proféticos (2).

Los profetas no proponen una solución a los males de la sociedad si no es la vuelta al pasado, al espíritu de la alianza ya las normas que de él dimanan. Tampoco pretenden levantar a los oprimidos contra los opresores; un principio básico de Israel era que la venganza corresponde a Dios (cf. Prov 20,22). Dios defenderá al pobre y castigará a poderosos y opresores (cf. Sal 37,5s.10-13.34-40).

Los profetas difieren en cuanto al modo de concebir el cambio social. Amós lo basa principalmente en la reforma de la justicia (Am 5,7-17). Isaías, que desconfía de que las autoridades existentes cambien de conducta, espera una intervención de Dios que las sustituya por otras (Is 1,26: «jueces como los antiguos, consejeros como los de antaño»), un rey que, lleno del espíritu de Dios, haga justicia a pobres y oprimidos (11,1-5). Oseas, aunque incita a la conversión, pone su esperanza en Dios más que en los hombres.

Miqueas es muy radical: espera que a los ricos les arrebaten sus tierras para que sean repartidas de nuevo (2,1-5), y que Jerusalén, centro de la opresión, desaparezca de la historia (3,9-12). Para Sofonías, la solución no vendrá del cambio de dirigentes ni de la destrucción total, sino de la acción de Dios, que dejará «un pueblo pobre y humilde» (Sof 3, 12s). Jeremías pone la esperanza en la conversión, única capaz de asegurar el futuro del pueblo y de la monarquía. Dios traerá la solución, suscitando un sucesor de David, que impondrá el derecho y la justicia (23,5-6), y cambiando al hombre interiormente, de modo que tenga su Ley escrita en el corazón (31,31-34).

Ezequiel pone su fe sobre todo en la acción de Dios, quien cambiará a las autoridades, tomando su puesto para defender a los débiles. Un nuevo David asumirá su representación en la tierra (Ez 34,24). El tercer Isaías exige el compromiso con la justicia y el derecho como condición para que se revele la salvación de Dios (56,1; 58,1-12), pero acaba el pasaje. (cap. 59) con una promesa incondicional de salvación, pues Dios, cansado de la falta de justicia, se alzará como un guerrero para implantarla. Zacarías, en cambio, coloca como principio la acción de Dios, que crea una sociedad justa; entonces habría un compromiso con el derecho y la justicia, con los pobres y oprimidos (7,9s; 8,14-17). Malaquías cree que Dios pondrá término a la injusticia mediante un juicio que separará a justos de malvados.

Resumiendo, puede decirse que entre los profetas domina cierto escepticismo: los problemas no tienen solución humana. Ni los hombres ni las instituciones están dispuestos a cambiar. A pesar de esto, mantienen una esperanza, a veces demasiado utópica, otras más realista, pero siempre dentro de la reforma de las instituciones reconocidas. Los profetas no proponen un nuevo modelo de sociedad; exhortan a la conversión individual, pero en ellos el compromiso humano parece secundario.

La espera de una solución únicamente de Dios y limitada a Israel aparece también en dos cánticos del NT. En primer lugar, en el Magnificat (Lc 1,46-55), el cántico de María, cuya figura representa a «los pobres de Israel», al pueblo fiel, que no ha traicionado nunca a su Dios (“virgen»). Estos «pobres» esperan una intervención divina por medio del Mesías, comparable a la del antiguo éxodo. Esta se traduciría en un cambio o subversión social, por la que los pobres serían reivindicados y los ricos y opresores humillados (1,52s). No aparece ningún horizonte universal (1,55: «en favor de Abrahán y su descendencia») ni atisbo de una nueva organización de la sociedad.

El segundo cántico es el Benedictus de Zacarías (Lc 1,68-79). Su autor, perteneciente a la clase sacerdotal y de espiritualidad legalista (Le 1,5s), aunque habla con espíritu profético (Lc 1,67), no fija su atención en la injusticia social existente dentro del pueblo, sino solamente en la humillación que éste sufre por la dominación extranjera (1,71). Espera que la acción divina por medio del Mesías libere a la nación del yugo opresor y permita el culto a Dios en justicia y santidad (1,74s).

Son dos aspectos complementarios de la aspiración del Israel sano, pero sin horizonte universal; se conciben además como una acción divina irresistible, prescindiendo de la colaboración humana. Jesús no realizará este programa; ensanchará el horizonte a la humanidad entera, como se anuncia en el cántico de Simeón (2,31s), y le ofrecerá una salvación a la que ha de colaborar el hombre. Como ya antes Juan Bautista, Jesús hace suya la aspiración a la justicia propia de la tradición profética, pero con una gran diferencia. En primer lugar, no pretende reformar la sociedad de su tiempo. Yendo mucho más allá que los profetas, ve que la injusticia de la sociedad existente no es ocasional ni coyuntural, sino intrínseca, pues la organización social no es más que efecto y reflejo de los hombres que la componen, dominados por la ambición en todas sus formas.

Precisamente por eso, y al contrario que los profetas, Jesús pone en tela de juicio las mismas instituciones de Israel. No se puede aceptar el reinado de un Mesías, déspota  benévolo, que solucione los problemas del pueblo manteniéndolo  en el infantilismo (Jn 6,15); por el contrario, hay que promocionar al pueblo, desarrollando al hombre (Jn 12,32). No se puede aceptar una Ley que discrimina dentro del pueblo, que, mediante el código de pureza, separa al hombre de Dios (Jn 2,1-11) y que crea en el pueblo judío un espíritu de superioridad, con el consiguiente desprecio de los demás pueblos. No se puede aceptar una religión que, so pretexto de piedad y de culto, encubre la injusticia (Mc 7,8-13) y ejerce la explotación de los pobres (Jn 2,15s).

El proyecto de Jesús tiene que ser diferente: no es reformista, sino que propone un cambio radical que cambie los fundamentos de la sociedad, un nuevo modelo de sociedad. Más aún: propone y hace posible un nuevo modelo de hombre: es el hombre nuevo quien ha de crear una sociedad nueva. Tal es el proyecto que se anuncia en las bienaventuranzas. 

Por eso, si Jesús se manifiesta como profeta (Mc 1,21b-28) y se define como tal (Mc 6,4 par.), en el sentido de hombre enviado por Dios para anunciar su designio, esta denominación queda superada por la de «Mesías», el encargado de ofrecer a los hombres la posibilidad de llevarlo a cabo, el que inaugura el cambio de época.


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(2). «Con los pobres de la tierra». La justicia social en los profetas de Israel, Cristiandad, Madrid 1985; El clamor de los profetas en favor de la justicia, Fundación Santa María. Madrid 1988.

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